Hasta la mañana del lunes, en la cabeza de Patricio González Gálvez el escenario era idéntico al de hace un par de semanas. De avances, poco y nada. El mail que recibió por parte de las autoridades suecas el pasado 18 de abril, donde le aseguraban estar trabajando intensamente en el caso, no había cambiado nada el presente: sus siete nietos seguían allí, indefensos, sin los tratamientos necesarios, muriendo de a poco, en el campamento de Al-Hol, al norte de Siria.
Texto destacado Sus miedos, también. Sentía que, pese a las buenas intenciones que había manifestado por fin el gobierno sueco y a los mensajes que se multiplicaron durante el último mes, no le estaban dando la premura que requería a una emergencia de este tipo.
La lucha, acaso la obsesión de Patricio González, de 50 años, comenzó los primeros días de enero, cuando se enteró de la muerte en batalla de Amanda, su hija que llevaba casi cinco años en Isis. Hasta entonces, él creía que aún podía torcerle la mano al destino: convencerla de que diera marcha atrás, que volviera a Suecia, donde había realizado gran parte de su vida, junto a sus siete hijos. Su deceso fue un golpe inesperado, doloroso, irreparable, pero también el motor para evitar que sus nietos -huérfanos desde marzo tras la muerte de Michael Skråmo, su padre- sufrieran el mismo destino. Los tenía que salvar.
Esto es un subtitulo grande
La lucha, acaso la obsesión de Patricio González, de 50 años, comenzó los primeros días de enero, cuando se enteró de la muerte en batalla de Amanda, su hija que llevaba casi cinco años en Isis. Hasta entonces, él creía que aún podía torcerle la mano al destino: convencerla de que diera marcha atrás, que volviera a Suecia, donde había realizado gran parte de su vida, junto a sus siete hijos. Su deceso fue un golpe inesperado, doloroso, irreparable, pero también el motor para evitar que sus nietos -huérfanos desde marzo tras la muerte de Michael Skråmo, su padre- sufrieran el mismo destino. Los tenía que salvar.
esto es un subtitulo mediano
La lucha, acaso la obsesión de Patricio González, de 50 años, comenzó los primeros días de enero, cuando se enteró de la muerte en batalla de Amanda, su hija que llevaba casi cinco años en Isis. Hasta entonces, él creía que aún podía torcerle la mano al destino: convencerla de que diera marcha atrás, que volviera a Suecia, donde había realizado gran parte de su vida, junto a sus siete hijos. Su deceso fue un golpe inesperado, doloroso, irreparable, pero también el motor para evitar que sus nietos -huérfanos desde marzo tras la muerte de Michael Skråmo, su padre- sufrieran el mismo destino. Los tenía que salvar.